Avi Mograbi: el oficio del hipnotizador

Avi Mograbi es una genial anomalía en el mundo del documental contemporáneo. Decir de su obra que se sostiene a través del enmascaramiento, el humor o la autorreferencialidad es justo y es preciso, pero no suficiente.

 

Por supuesto: su cine actúa a partir de un proceso de disfrazamiento profundo (de varias capas) en el que cada personaje es casi siempre —y comenzando por Avi Mograbi «el mismo»— no una declaración acerca de la unidad del ser, sino el sumatorio de todas sus máscaras.

 

Y también: el humor atraviesa sus películas como una veta integral y como marca de inteligencia constructiva. En Avi Mograbi el humor no se establece así a partir de un gag, prácticamente no hay chiste ni escenas chistosas, sino que la sonrisa —incluso la risa a veces— está provocada por la sincera alegría y el desparpajo con los que el director utiliza los recursos cinematográficos en beneficio de la historia. Ninguna grandilocuencia, ningún exceso: Mograbi utiliza tales recursos —la actuación, la música, una máscara digital, el montaje, el propio poderío del cine como signo de prestigio de la cultura popular— como el titiritero sus escenarios y sus marionetas; más aún, como un titiritero que constantemente, y sin estridencias, con naturalidad, se sirviera a su antojo de la conculcación de la cuarta pared. En el cine de Mograbi hay una libertad expositiva tal, un debilitamiento de la norma y del abolengo, que una vez introducido en el sistema de nuevas reglas, en el cambio de la ley, el espectador acepta como una bendición cada nueva propuesta, cada nuevo deslizarse hacia las fronteras.
Y, claro está, aceptamos también, en el tablero del juego, a ese ser camaleónico y metamórfico que es el personaje Mograbi, verdadera piedra clave para lograr la imagen de acabada y propicia de cada película. Sin Mograbi en ella, como personaje central, su obra no podría hacerse. Hay que tener mucho cuidado a la hora de ofrecer juicios leves sobre este aspecto, el director israelí no es en sus películas un mero presentador —más o menos histriónico o agudo— a la manera de Michael Moore, ni mucho menos un virgilio de los abismos —como lo era Renzo Martens en Enjoy Poverty—, sino un verdadero catalizador de la historia, el comburente preciso para que el relato surja de la chistera. Mejor aún, para que el espectador se crea una historia sostenida por efecto de una hipnosis puramente fílmica y que podría ser destruida, si el autor quisiera, por la mano del propio Mograbi pasando por delante de la cámara.

 

Sin embargo, esos tres elementos, señalados incluso por el propio director en muchas ocasiones, no bastan para explicar la relevancia y el indudable interés de una trayectoria cinematográfica de esas que, si no existieran, parecería que estuviéramos obligados a inventarla. En una entrevista concedida a la revista La Fuga en 2012 Mograbi declaraba:

«en Z32, por ejemplo, está esa primera escena donde yo corto la media, y esa primera escena que ves, es en realidad un bosquejo de la primera escena. Cuando pensé en hacerlo de esta forma, se formó una especie de sinopsis de lo que iba a pasar en la película: lo que pasa con esa máscara, es lo que pasa en el resto de la película, se canaliza… esa idea del estar escondido y cómo va evolucionando. Quería que la audiencia estuviera atenta a cómo el disfraz evolucionaba, porque ese era el proceso que estaba viviendo y la investigación que estaba haciendo el cineasta durante la primera media hora de la película. Pero nunca pensé que esta película, luego de analizarla, iba a ser una introducción al problema de la exposición, de una manera metafórica, ni tampoco a la exposición de los motivos reales o el cinismo de los film-makers, que es un tema muy importante en la película.»

Mograbi parece ser el primer sorprendido: sus máscaras, su humor, su presencia y su desparpajo conducen desde la actuación hasta la toma de conciencia acerca del proceso creativo —la primera escena es sólo el bucle constitutivo de todo el resto de lo que se va a ver—, desde un intento de autoplastia hasta el cinismo de los directores, hasta la ética incierta del documentalista. Si este salto hacia la autoconciencia no se diera en sus películas quizá el espectador podría olvidar, en algún momento, que Mograbi está lejos de entretenerlo con su hipnosis. Pero porque su sabiduría cinematográfica es connatural, quien ve sus películas es consciente todo el tiempo de que la obra de Mograbi surge desde el epicentro de los rozamientos de las placas tectónicas divergentes del mundo contemporáneo. Todo su cine sucede, surge y juzga un tema serio, quizá el más serio, y lo hace con profundidad y con rigor. El problema de Israel. Y gracias a Mograbi no es Mograbi, sino el propio cine, el que realiza el abordaje. El que hipnotiza al mundo. Un triunfo del cine que es un triunfo del director.

 

Es un privilegio y un honor poder ofrecer el premio Mirada personal que concede cada año MiradasDoc a Avi Mograbi. Es una forma modesta, pero sincera y leal, de agradecerle su trabajo. Gracias, Avi Mograbi.