Aprendizaje social fracasado

Aprendizaje social fracasado

CAIN’S CHILDREN / LOS HIJOS DE CAÍN

Marcell Gerö / 104’ / 2014 / Hungría

Los hijos de Caín es sin duda uno de los platos fuertes programados en la edición de este año de MiradasDoc. A su director, el húngaro Marcell Gerö (un tipo simpático y de mirada entrañable), se le ocurrió realizar este trabajo después de descubrir un documental de los años ochenta sobre seis adolescentes encarcelados por brutales asesinatos. Como él mismo ha declarado en una entrevista, sus historias le parecieron tan terribles “que decidí buscarlos y ver cómo vivían en la actualidad”. De los seis adolescentes, tres decidieron aceptar la incómoda propuesta de Gerö. Y así, combinando las viejas imágenes de esos jóvenes homicidas con el retrato de lo que son hoy en día (unos cincuentones marginales), se construye la cruda narración de Los hijos de Caín. En ese sentido, el largometraje de Gerö se asemeja a otras aproximaciones de personas que arrastran un delicado pasado manchado de sangre, como la clásica Queridísimos verdugos de Basilio Martin Patino (presente asimismo en la programación de MiradasDoc con un documental dedicado a su figura, La décima carta, dirigido por Virginia García del Pino) o la más reciente Tierra de nadie, un audaz trabajo que firma la joven directora portuguesa Salomé Lamas.

No obstante, a pesar de poseer un planteamiento en el que la exposición del dolor y la presencia del trauma son constantes e inevitables, Los hijos de Caín tiene el mérito de no ceder en ningún momento a la tentación del morbo en la fría disección que efectúa de esos tres hombres amargados y arrepentidos por sus crímenes juveniles, al contrario, la cámara de Gerö opta por un tratamiento de elegante sensibilidad y de frío distanciamiento en el escabroso punto de partida: los asesinatos. Y es que en Los hijos de Caín la violencia está lejos de ser la forma de consumo divertida a la que nos tiene perversamente acostumbrados la poderosa maquinaria de Hollywood. La violencia que refleja este documental es una violencia cotidiana, presente a la vuelta de la esquina y que puede estallar en cualquier momento, tal y como sucede en el cine de Michael Haneke. O sea que no tiene nada que ver con ese perfecto ejemplo de mal gusto que es Asesinatos natos (a pesar del supuesto mensaje crítico que encierra la polémica película de Oliver Stone).

El primero de los tres protagonistas de Los hijos de Caín mató a su padre a los trece años con una escopeta. Ahora, treinta años después, no entiende ni por qué lo hizo (aunque lo confiese con la misma maquiavélica sonrisa que tenía cuando era adolescente). Su ex pareja, con la que tuvo varios hijos, admite que no entiende que el parricida pudiera matar a nadie, dado su carácter tranquilo y que no soporta la visión de la sangre. El segundo de ellos asesinó a su profesor del correccional a los catorce años. De los tres es quien presenta el contraste más extremo entre el adolescente de ayer y el adulto de hoy, haciendo gala entonces de una cierta chulería y convertido ahora en un indigente profundamente arrepentido por lo que hizo, hasta el punto de llorar ante la cámara cuando recuerda su crimen, en la que probablemente sea la escena más dramática y conmovedora de la película. En cuanto al tercero, que mató a un compañero de su edad y que, como los otros, no pasa de ser una sombra humana, posee un acusado aire de torturado filósofo existencialista (no en vano su testimonio es el que aporta una mayor dosis de reflexión crítica).

Mediante la voz angustiada de estos tres hombres Gerö nos revela la primera de las inquietantes denuncias exhibidas en Los hijos de Caín: que ninguno de ellos ha podido reintegrarse en sociedad a pesar de largos años de internamiento en las tétricas cárceles de la Hungría comunista. Todos tenemos un pasado del que arrepentirnos porque, como señaló el gran Billy Wilder, nadie es perfecto, pero parece que incluso en el campo de los errores se encuentra muy presente un feroz clasismo incapaz de perdonar según qué desaciertos de la biografía, por muy arrepentidos que estemos de ellos. Y así debe de entenderlo el sistema correccional húngaro al mostrarse expeditivamente torpe a la hora de garantizar una reinserción digna a sus inquilinos más deteriorados, antes bien, parece que el único objetivo que se persigue teniendo a los criminales enjaulados es que carguen con el sentimiento de culpa por sus delitos de por vida, un sentimiento que los afectados deben gestionar en soledad y sin ayuda de nadie.

La segunda denuncia expuesta en Los hijos de Caín resulta todavía más dramática: que la razón de los asesinatos de esos tres adolescentes no obedece a la maldad gratuita, sino a que se criaron en familias disfuncionales. De hecho, una vez en libertad, la obsesión de todos ellos es la de aferrarse al menor resquicio de amor que puedan conseguir, un acto que es entendido como la forma honrada con la que desquitarse de los horrores irracionales que cometieron en el pasado. El primero de ellos, por ejemplo, se esfuerza por ser un padre cariñoso al que sus hijos respeten. En cuanto al segundo, ya en sus declaraciones de adolescente comenta que lo más importante para él es fundar una familia(otra gran escena dramática de la película es cuando su ex pareja, con la que sigue tratándose, confiesa a la cámara la tormentosa relación de ambos, la cual concluyó en el instante en el que el Estado les quitó el niño que tuvieron).

Esa disfuncionalidad familiar se agudiza notablemente con la figura materna (no es casualidad que algunos de los asesinos en serie más famosos de la historia, como Ed Gein o Henry Lee Lucas, tuvieran una relación con sus respectivas madres en las que el odio y la tensión primaron por encima del amor y el entendimiento). Así, mientras la madre de uno de los protagonistas mantiene en la actualidad un trato aflictivo con su hijo, al que constantemente echa en cara las miserias del pasado que ya no se puede cambiar, otra muestra hacia su vástago una total indiferencia, valorándolo como una cosa lejana desterrada de su vida. Esta última madre, borracha y promiscua cuando joven, es la progenitora del tercero de los hombres con un crimen a sus espaldas (el que tiene aspecto de filósofo existencialista), quien, en un momento dado de la película, se lamenta por no haber disfrutado de un mejor aprendizaje social, que ya desde el colegio era consciente de las profundas desigualdades afectivas y emocionales que existían entre unos y otros niños. Unas desigualdades ante las que no se sentía responsable y que le generaban una gigantesca frustración. Esa infancia perdida, admite, le duele casi tanto como el absurdo homicidio que perpetró de adolescente. Y al espectador no le queda más remedio que empatizar con ese sentimiento de dolor ante la gélida realidad del aprendizaje social fracasado que en última instancia desvela Los hijos de Caín.

Benito Romero

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