Soy yo el que sigue aquí

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El hombre que siempre hizo su parte (Orisel Castro, York Neudel / 94’ / 2017 / Ecuador)

En una sala de arte y ensayo emiten una película experimental. Finalizada la proyección se desencadena el inevitable turno de preguntas por parte de los asistentes a los responsables de la cinta. Como suele suceder en estos casos, la mayoría de las intervenciones son ridículamente pedantes, cargadas de insoportable postureo travestido de envergadura intelectual. En medio de esa terrible tormenta de egos también toma la palabra un jubilado jorobado y locuaz que se pierde en interminables e intrascendentes anécdotas que no conducen a ningún sitio pero que se esfuerza por dignificar y que le sirven para demostrar a la audiencia que la memoria todavía le funciona, que se trata de una persona cultivada y que en su paso por la vida no ha ejercido de haragán. Su monólogo, largo, prolijo y algo tedioso es acogido con un atronador silencio porque en realidad no ha sido una aportación con pretensiones de utilidad, sino una exhibición vanidosa, y la exhibición vanidosa tiene la finalidad que tiene, se trata de una acción que se agota en sí misma y que no necesita de la complicidad ajena para sostenerse. Cuando el acto concluye, el jubilado jorobado y locuaz se acerca hasta la directora de la película para proseguir con su exhibición vanidosa antes de retirarse.

Este personaje se llama Carlos Rota, tiene setenta y ocho años y es el protagonista absoluto de El hombre que siempre hizo su parte, documental rodado por los debutantes Orisel Castro y York Neudel (quienes, por cierto, confiesan haber conocido a Rota en un acto semejante al que acabamos de describir). Rota es un anciano que ha perdido casi todo contacto con el mundo exterior y que parece haber nacido para ser viejo, puesto que se le ve comodísimo en dicho papel. Cascarrabias y cabezota, aunque con buen corazón, posee el aspecto inconfundible de los escritores latinoamericanos (su cara parece una mezcla de la de Sergio Pitol y Juan Carlos Onetti). De apariencia descuidada, su colosal joroba denota su larga trayectoria como lector, confirmando de ese modo que ha pasado más tiempo leyendo que viviendo la vida.

De ínfulas borgesianas, tiene la saludable costumbre de hablar en inglés mientras almuerza y vive en un amplio piso colmado de papeles de diverso pelaje (la mayoría son periódicos y revistas) y en el que se mantienen los niveles tecnológicos de finales de 1970, la época en que, precisamente, murió el gran amor de Rota, Sonia Opitz, a la que define como «medio alemana y medio árabe: una hermosa mujer de Chile».

Conforme la película va profundizando en su compleja personalidad, más claramente advierte el espectador que ese rancio piso repleto de papeles, es decir, de información desordenada que navega a la deriva sin atracar en ningún puerto, es un reflejo de la mente de Rota, quien (como el excéntrico taxista interpretado por Mel Gibson en la mediocre Conspiración) intuye una confabulación decisiva debajo de cada piedra con la que tropieza y que, por encima de cualquier otro objetivo, tiene la ambición de alcanzar la fama y el reconocimiento, de salvar su legado del olvido, de que la gente, en definitiva, sepa quién es y lo que ha hecho (constantemente se refiere a los artículos que ha escrito y a dos libros pendientes de publicación, uno de ellos, cómo no, sobre Borges).

Asimismo Rota vive obsesionado por la precariedad del tiempo, ese tiempo que, a su juicio, se escurre entre los dedos y que intenta aprovechar al máximo: «La gente que es socialmente inservible o negativa –sostiene– no debe ser una carga para la sociedad de la gente útil y de la gente sana». Ese aprovechamiento del tiempo explica el título del documental, El hombre que siempre hizo su parte (el epitafio elegido por Rota para su tumba), porque él es fiel a lo que dice que va a hacer. «Me desespero si veo que puedo quedar mal. Y veo que casi todo el mundo se ha vuelto flexible», sentencia apesadumbrado. Y es que, en opinión de Rota, hasta Alemania (el país de las salchichas, las cervezas, las fábricas y la filosofía) ha perdido la disciplina, y que incluso los alemanes, que pasaban por ser un pueblo organizado y trabajador, se hayan desentendido de la disciplina, es la prueba inequívoca, concluye, de que el mundo actual se ha vuelto un completo desastre. El Dr. Rota, sin embargo, sigue, en medio de ese desastre, «haciendo su parte».

Benito Romero

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