Contra la normalidad

Contra la normalidad

Oleg y las raras artes (2016)

Dirección y guión: Andrés Duque

Duración: 70′    País: España.

 

Con un arranque que recuerda el aire aristocrático de El arca rusa de Sukurov, el documental Oleg y las raras artes no es tan solo, o no es en absoluto ―dicho con exactitud― la típica biografía del freak iluminado a la que nos tiene habituados un amplio espectro del documentalismo creativo. No hay nada más socorrido en este tipo de cine que poner a parlotear ―o a guardar un silencio desolador― delante de la cámara al borderline de turno, al excéntrico y, a veces en contra de su dignidad, rebajarlo a mero monstruo de feria.

En Oleg y las raras artes, como en la Rayuela de Cortázar, por ejemplo, el espectador pasivo que renuncie a documentarse antes o después de ver la película creerá asistir, sobre todo al principio, a las andanzas cotidianas y precarias de un ser humano que a duras penas mantiene el equilibrio sobre el fino borde de su abismo personal. Por el contrario, quien se atreva a jugar a la rayuela, quien se pregunte por el raro protagonista de esta nueva producción de Andrés Duque, sabrá que las cosas presentadas aquí no son lo que parecen. Es más: son lo contrario de lo que parecen.

Una vez comprendemos que Oleg es un reputado pianista ruso, nuestro ojo se afina y enseguida buscamos un camino interpretativo profundo. Comenzamos a ver otra cosa: en primer lugar pasa ante nosotros, concentrada en la figura de un músico excéntrico, la escenificación de los problemas a los que se enfrenta el creador artístico en el mundo moderno. ¿Es posible que un individuo como Oleg pueda sobrevivir en la Rusia postsoviética? Pero tras el Velo de Maya, esto es, tras la imagen de un protagonista presentado en los primeros minutos como un viejo compositor insólito, este documental nos plantea una cuestión más rara ―rara por no constituir un tema democrático―, una cuestión que pone en entredicho valores intocables de las sociedades liberales.

Oleg, a quien se le ha concedido una autorización gubernamental especial para aporrear o acariciar, según su instinto, uno de los pianos más exóticos de la historia rusa, el piano del Zar Nicolás II, no sólo es un músico octogenario que se expresa y viste de forma extravagante. Enseguida, por su forma de hablar, de moverse, de pensar e interpretar su música, caemos en la cuenta de que su personalidad trasciende los conceptos antes aludidos. En realidad este pobre Oleg se llama Oleg Nikolaevich Karavaichuk y es, tal vez, uno de los más extraordinarios músicos tanto de la Rusia actual como de la antigua Unión Soviética. Con ochenta y nueve años de edad en el momento del rodaje, Oleg se encuentra en el final de su vida y de su arte. Ha llegado a los extremos en que se puede permitir expresar holísticamente el comportamiento de su imaginación. Lo que surge de su mente, con la apariencia de un fraseo dudoso, no resulta siempre de fácil comprensión. Su lenguaje natural no se parece al nuestro, su manera de componer el pensamiento no se ajusta a nuestro paradigma colectivo. Ante la cámara, su forma de tocar el piano, a veces delicadísima y otras a puñetazos, la música que interpreta o improvisa delante de la cámara, su sensibilidad siempre en estado naciente, sus explicaciones no parecen de este mundo, de nuestro mundo. Es decir, del mundo repetido, organizado y habitual en el que vivimos confortablemente. El mundo de las democracias ultraliberales de comienzos del siglo veintiuno.

Es precisamente en el seno de nuestras sociedades democrático-espectaculares ―para usar la terminología de Giorgio Agamben―, donde la energía expresiva del ser lingüístico, recinto de nuestro poder imaginario, es reducido a pura palabrería. Las democracias post-ultra-liberales han logrado el establecimiento masivo de lo ordinario y de la ordinariez como bases de la normalidad. En ese contexto, el significado agambeniano es sometido a un proceso de manipulación ―los media, la discursividad política, etc.― por el cual nunca llega a significar el origen. Lo significativo mismo es expulsado de los significados que deben tejer la vida normal. Y ya no digamos nada de lo raro. Lo raro ―que aparece en el título del fin no por mera casualidad―, cuando no es apartado directamente, acallado y asfixiado, pasa a ser asimilado al significado de aberración. Todo elemento de significación, parece contarnos aquí Duque a través de su personaje, debe ser sometido a un túnel de lavado para que, una vez concluido el proceso, sea aceptado, de manera que forme parte de la regularidad y de la moderación.

La cuestión a la que nos enfrenta Andrés Duque con su Oleg es precisamente esta. Los procesos de regularización venenosa a que nos ha conducido la fe ciega en la democracia como forma de pensamiento fija y perfecta en sí misma están ya dentro de nuestros ojos. Nuestra mirada ha sido educada en la regularidad y la uniformización. Oleg, por tanto, no es un freak al que debemos aceptar condescendientemente. Es nuestra mirada la que nos lo dice. Oleg es lo que es: un problema, una máquina de problematizar, un catalizador que nos entrega una forma crítica de mirar y sentir el mundo. Oleg es un genio. Un genio según entendemos esa realidad  desde Kant hasta el final del siglo xx. Cuando vemos y oímos en la pantalla a Oleg explicando sus singulares razonamientos de artista, su filosofía creativa, sus teorías musicales o su forma de percibir una habitación o un sonido, acude a nuestra cabeza la definición kantiana de genialidad: «Talento de producir algo para lo cual ninguna regla determinada puede darse, ni una predisposición que consista en una habilidad para algo que pueda aprenderse siguiendo una u otra regla.»

El genio, la genialidad no están en los escenarios de La Voz o de Mira quién baila por mucho que las cosas en nuestras democracias hayan derivado hacía ahí. La verdadera genialidad y el genio verdadero han sido apartados, enviados a las catacumbas sociales, han sido condenados a al invisibilidad o traducidos al llamado mundo real como seres excéntricos a los que debemos tolerar con una risotada indulgente y, finalmente, ignorar.

Sin embargo, el genio nos recuerda que las normas son significados y, como tales, son perfectibles y reconstituibles. Oleg representa, con su mera presencia enigmática, con su genialidad innata, un desafío cuya función social es la de revisar y reinventar de modo constante las reglas de la llamada normalidad.

Francisco León

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