01 Feb CRÓNICA
Un oficio religioso en Buenos Aires que parece más bien el show de un cabaret nocturno, una gran ballena que, tras haber varado en una playa africana, es despiezada viva por los habitantes de un poblado, un enorme buey pintado de oro en una aldea de Gran Canaria, las fauces fantásticas de un petrolero que se diría habitado por fantasmas y que se dirige hacia el profundo vacío del océano… Y así un rosario de pasajes e instantes insólitos que dan forma a la memoria visionaria y alucinante de un festival que este año alcanza su decimosegunda edición. Los asiduos a MiradasDoc saben de qué hablo. Todos los años vienen a Guía de Isora para sentarse y mirar una pantalla blanca de la que surgen las fantasmagorías reales que poblarán para siempre nuestros sueños, conscientes e inconscientes. Mi hipótesis es que en el fondo cada uno de nosotros acude a los pases de MiradasDoc en busca de algo que, en realidad, lleva dentro. Algo tan abstracto y profundo que no aflora fácilmente. Llamémoslo arcano. Puede que pasemos por la vida y nunca lleguemos a descubrirlo. Después de cientos de documentales, todos los que hemos visto películas en MiradasDoc tenemos ese fragmento de película que jamás podremos olvidar. ¿Por qué? Porque en realidad ese fragmento visto no es sino un eco del arcano que descansa dormido en la almendra de nuestro cerebro. Ayer, almorzando con parte del equipo, alguien decía que, para él, una de las escenas más inolvidables de toda la historia del MiradaDoc era el momento aterrador y celebratorio al mismo tiempo en que todo un pueblo, machetes en mano, se abalanzaba sobre la mole de una ballena varada e indefensa para despedazarla. «Cualquiera de nosotros tacharía el acto de barbarie ―dijo―, pero la verdad es que el Universo necesita comer, alimentarse, devorar…» Cuando me llevaba para mi apartamento en su jeep, Dani me dijo que desde que hace años vio aquí un documental del que ni siquiera recuerda su título, no ha podido olvidar ya nunca la imagen de unos niños mutilados que juegan al fútbol como verdaderos linces. «Unos no tenían sino un pie, otros chutaban con las muletas, otros no tenían un pierna o un brazo, o un ojo, pero todos jugaban llenos de una energía increíble, una energía que nunca veré de otro modo.» Attua, joven crítico de cine, me habla de una de las películas que se proyectarán estos días. Una pieza francesa rodada en China y titulada Derniers jours à Shivati. Un niño que ha vivido en lo profundo de un barrio paupérrimo, una especie de gueto chino, de pronto descubre que, detrás de la vieja tapia cubierta por una densa arboleda, una ciudad gigantesca y amenazadora avanza contra su barrio para aplastarlo. «Es la imagen del cartel de este año: me parece que se convertirá en mi imagen fetiche», me dice. La amable casera que me condujo a mi habitación, en Chío, se llama Lali. Le gusta hablar y lo hace con fina gracia. Lali es una adicta irremediable del MiradasDoc. «Nunca fallo.» Como necesito más imágenes impactantes para este artículo, le pregunto: Lali, tú que has visto todas las pelis del Festival, dime cuál es ese fragmento que a menudo recuerdas y que ya forma parte de ti. Lali abre la puerta y me muestra la cama, el baño, las toallas limpias. Luego me mira y dice: «Nunca podré olvidar el modo en que unos directores rodaron unos sanfermines. Yo no sé nada de cine, pero grabaron los toros y a la gente de un modo tan mágico que esas imágenes forman ya parte de mis recuerdos.» Todos conocemos a Simón, el bibliotecario de Guía, mi amigo. Nos estamos tomando un café en el bar de la esquina. Van doce Festivales, doce galas, doce bienvenidas y doce entregas de premios, pero Simón está otra vez de los nervios. No se acostumbra. Todos estamos igual, Simón, tranquilo. Y nos bebemos el café simulando serenidad profesional. Oye, y para ti ¿cuál es tu imagen impactante en el histórico de los documentales que hemos visto aquí? Simón mira al techo: los ojos le giran buscando una mosca que vuela más allá del cielo. «Por aquí pasó una película ―responde― que nos dejó boquiabiertos a todos. Era salvaje y sobrenatural. Se titulaba Enjoy poverty. La imagen de unas personas que acondicionan el cuerpo moribundo de un niño para que, en cuanto se convierta en cadáver, pueda ser fotografiado en condiciones óptimas pasó de ser una imagen lejana a convertirse en un recuerdo personal.» Dejo a Simón y camino hacia este teclado musitando unas palabras que no tienen mucho sentido: un recuerdo inolvidable, un recuerdo inolvidable. ¿Puede haber un recuerdo que no sea inolvidable? Y tecleo.
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