LA PIEDRA Y EL PAN

LA PIEDRA Y EL PAN

Grab and run / Roser Corella / 85´ / 2017 / España

 

Una pareja, un matrimonio aún joven sobre la escena crepuscular de un bosque en Kyrgyztán. La cámara recorre sus rostros de abajo arriba hasta eliminarlos de pronto. Luego, la elipsis, un vacío que nos lleva a otro sitio: un niño solo viendo la tele mientras juega. Hay violencia en la pantalla, rapto. Fuera de la casa parece prepararse una fiesta, un cumpleaños o, más bien, una boda: la imagen ingrávida y volátil de los globos que cuelgan en la terraza contrasta con la del caballo muerto, tendido sobre la hierba que un cónclave de hombres arrodillados se afana en descuartizar, como buitres con cuchillos, desgarrando, seccionando y separando piezas del animal: ¿cómo no acordarse de aquella escena de El Padrino, aquella cama sangrienta y el hombre que despierta con la cabeza de su caballo favorito entre las sábanas?

Grab and run parece decirnos desde el principio que el mundo es violento y banal, leve y pesado y que, en pocos metros, conviven el horror de lo humano y su ingenuidad más cándida. Mientras los hombres preparan una barbacoa, las mujeres cortan verduras: se prepara una gran comida. Domina la cinta un pensamiento medieval, una cifra de lo irremediable que deja el destino humano en manos de una fatalidad divina tan vieja como el mundo; viene a decirlo un proverbio que se repite en la película: «Como la piedra, debes quedarte donde fuiste arrojada». Terrible designio de inmovilidad que la modernidad y el hombre occidental levantaron o destruyeron hace siglos, haciendo rodar sin fin esa piedra, hasta el desgaste, como en el mito camusiano de Sísifo o como dice una soleá citada por José Ángel Valente en uno de sus mejores ensayos: «Fui piedra y perdí mi centro / y me arrojaron al mar / y a fuerza de mucho tiempo / mi centro vine a encontrar».

En medio de un hermoso paisaje, las menudas vidas que registra la película parecen aplastadas o convencidas por una larga herencia, un grávido pasado que los hace vivir como vivieron sus ancestros y adorar sus mismas convicciones. Asistimos a la intimidad familiar de estos territorios, a la visión de las mujeres con sus hermosos pañuelos en la cabeza asistiendo a sus hijos enfermos. Oímos el balido elemental del mundo, el de las vacas o cabras que compensan la economía familiar y conviven con sus dueños como siglos atrás. El machismo del hombre que ordeña a su vaca es también el de sus antepasados; un machismo involuntario quizá, inconsciente, una tradición aceptada, un rito que no deja de sonar duro en nuestro oído cuando dice: «Piensas que el destino de una chica es casarse».

No sé hasta qué punto o cómo podemos hablar de machismo en un contexto que no tiene conciencia de él, de que sea un problema y una amalgama de costumbres discriminatorias contra la mujer. Y esa mujer joven a la que le presentan a un marido que no le gusta, quiere resistirse, huir a Moscú; pero no puede más que contestarse con otro refrán kirguí: «Si aceptas comida, no puedes marcharte del lugar». Proverbios, refranes, sabiduría popular, costumbres anquilosadas, rejas de lenguaje por las que no hay escapatoria y que opacan las vidas de quienes quieren rebelarse contra ello; pero son aplastados por el peso de la tradición. La sacralidad, en este caso la de la comida, es la trampa que se le pone al destino humano, ya sea ajeno o propio: a esta mujer que no quiere casarse con el novio elegido, le ponen pan en el umbral de la casa y le preguntan: «¿Vas a cruzar por encima del pan?»

La mujer se queda y su mundo se reduce de un solo golpe, con un único gong cuyas ondas sonoras envilecen el aire. Mujeres secuestradas, separadas de sus familias para matrimonios con auténticos desconocidos y que acaban por no atreverse a huir, por resignarse a los viejos poderes de lo que fue y perpetuamente se reproduce, como en una sostenida representación del rapto de las Sabinas. La mitología local tiene un héroe divinizado, Manas El Grande, cuyas gestas son estudiadas y cantadas por los niños en las escuelas. Gentes de las montañas, a caballo, montañas hechas con palabras, en Grab and run vemos la lucha constante entre la tradición y el destino personal.

 

Iván Cabrera Cartaya

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