LA PUPILA DEL AGUA

LA PUPILA DEL AGUA

El mar nos mira de lejos / Manuel Muñoz Rivas / 92´ / 2017 / España

 

Viejas imágenes, el blanco y negro del tiempo y un calor retenido en las fotos. Visiones de una naturaleza que goza en su quietud, en una inmovilidad de belleza muy elocuente, todo envuelto en el silencio de lo anónimo como anónima parece la brisa antes de ser viento, el viento que curva, después de agitar, y doblega los incontables tallos sin nombre donde la identidad es un abandono liberado. Estamos en Huelva, en el Coto de Doñana, quizá una de las provincias más olvidadas de España, tan desconocida todavía hoy. En su elementalidad vemos al hombre viejo trasegando con leña reseca, crujiendo con ella, casi podemos oler ese sonido. Como los extranjeros que llegaron en un vapor alemán a aquel lugar a finales del XIX y buscaron peones y cavaron: allí existió alguna vez la mítica Tartessos, diríamos también a gritos sobre una duna.

El mar nos mira de lejos es la ópera prima del director Manuel Muñoz Rivas, un silencioso y detenido homenaje a la hermosura de lo simple, de la desnuda relación del hombre con su medio, calentado por un fuego elemental mientras afuera oye el incesante ruido del mar que viene y se queda en todas partes. Viendo El mar nos mira desde lejos pienso en el poeta José Manuel Caballero Bonald, buen conocedor del sitio y, entre sus muchos libros, especialmente en el Diario de Argónida (1997). Qué buscan los hombres que cavan esa tierra y cualquier otra, llevando de acá para allá fragmentos de un mundo igual y distinto. El hombre viejo que lleva la carretilla parece que quisiera construir una playa, pero la playa ya está hecha, como hechos están, de fibra dura y sangre ligera, los caballos que la recorren arrastrando las carretas, carromatos o landós de campanillas tintineantes.

Bellísima la fotografía de El mar nos mira de lejos, tanto como esa enorme luna sangrienta y quevediana que vemos en la cinta colgada sobre los techos circunstanciales de los hombres hoscos y solitarios que nos muestra la película, afanados en sus tareas y en un diálogo tenaz y concentrado con la materia, ya sea recogiendo piñas y andando descalzos sobre la arena o adiestrando a un joven en cómo coser una red de pesca. Hombres cuyos rostros ofrecen unos surcos similares, unas arrugas espejo que se han armonizado con las que muestra el paisaje y la tierra que cruzan, ávida de ellos, fagocitadora y, a la vez, pasiva, quieta, indiferente, al menos en apariencia, cicatera con sus habitantes.

Hectáreas abundantes de marismas cruzadas por pájaros de muchas especies, europeos, africanos, acuáticos, sin dejar de oír tampoco a las gaviotas que chillan sobre la espuma de ese mar que mira al hombre y su tierra de reojo, no sabemos si con desconfianza o con disimulo, poblado de antiguas leyendas, rojo como un vino en el crepúsculo, homérico y hercúleo aún. Apenas escuchamos la voz humana en la cinta, priman en ella los gemidos del mundo o de pequeños motores, coches en tránsito, de paso, que no quieren quedarse del todo. Los diálogos son breves y parecen sólo un impás del silencio, su descanso entre dos respiraciones, entre sístole y diástole.

El hombre del neolítico dejó unas pocas herramientas en la zona, y también fenicios, romanos y tartessos pasaron por ella y dejaron sus estelas enterradas; pero no bajo las dunas que excavaron los alemanes entre finales del XIX y comienzos del XX: allí no encontraron nada. Esa nada hermosa y minuciosa nos muestra la película, esa nada que es todo para unos pocos hombres que siguen removiendo la tierra o cogiendo de ella sus grumos de vida, los posibles de una supervivencia donde otros, mucho antes, soñaron con la Atlántida oyendo el caos de un gran hundimiento que cayó en el olvido.

El mar es una exaltación y en esta película nos dice que el mito, el relato, lo cuenta la tierra, es el hombre el que escucha y asiente o se rebela contra sus poderes. La paciencia del ojo ve con sosiego las estacas, las viejas persianas o los trapos de colores que ondean en el viento marino, como banderas de una conquista desapercibida, que pasa por debajo de las cosas para llenarlas de aliento y escucha, de recogida hermosura.

 

Iván Cabrera Cartaya

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