29 Ene OCHENTA CÉNTIMOS DE EURO
Fifty rupee Orly / Nagore Eceiza (29’)
Fifty rupees only tiene un arranque chispeante. Una muchacha de algún barrio medio-alto de una ciudad India cualquiera oye canciones marchosas en su habitación y juega a imitar, usando su cepillo del pelo como micrófono, el gesto alocado de los cantantes. Se trata de una canción de amor en la que el chico se bebe los vientos por la chica y le promete ternura eterna. Yo creía ―dice esta joven ilusa― que el amor es tal y como se describe en estas canciones y en las películas románticas indias: conocías al amor de tu vida y enseguida sentías en tu cabeza música emocionante.
Mientras las películas y las bandas sonoras de Boolywood atiborran las mentes de los jóvenes de la India, proyectando en ellas una panoplia estúpida de apasionadas historias de amor occidentalizado, la realidad para otros millones de mujeres de ese país, para la mayoría, es sombrío y deprimente. Jerome es un viejo jorobado y contrahecho que se dedica a apalabrar emparejamientos entre chicos y chicas. Sin el consentimiento de las chicas, desde luego. Mucho antes de casarse, las familias indias deben establecer el sagai (el compromiso), sin el cual no hay posibilidad de llegar al matrimonio. A los cónyuges comprometidos por el sagai, que probablemente ni siquiera se conocen, no les queda más remedio que casarse una vez superada la mayoría de edad. Los padres de los futuros novios (solo los padres: la opinión de las madres aquí no cuentan) se reúnen en presencia del mediador (hombres como Jerome, convencidos de que su función es un don divino y, por tanto, infalible) y deciden cuántas rupias debe recibir la familia de la muchacha para que su hijo obtenga el derecho de apropiarse de ella.
Sunita, por ejemplo, de unos treinta años, explica que su sagai se consumó por el módico precio de cincuenta rupias, unos ochenta céntimos de euro al cambio, lo que facultó de inmediato a su marido para exigirle que usara velo o que, en casa, no ocupara una silla: su lugar era el suelo. Una día en el parque de atracciones, Sunita se mareó y, como no podía disponer de dinero, le pidió a su ¿marido? que le comprara un poco de agua. Este se negó y le dijo que si en adelante necesitaba beber, Sunita tendría que traer el agua de casa.
Dayaben, tiene hoy unos quince años, pero fue entregada por el método del sagai cuando contaba con tres años a un hombre que tenía más de treinta. En este caso, Dayaben fue entrega no como novia, sino como pago a la mujer con la que su tía deseaba casarse. Ahora, la familia de la mujer de su tío la repudia como si se tratara, literalmente, de un perro. La situación de Dayaben resulta clarificadora: las mujeres en India pueden ser cosificadas hasta el punto de convertirse en moneda que, una vez entregada, se deprecia hasta límites inhumanos.
Mientras las protagonistas cuentan sus historias mediante el recurso de la voz en off, ante la cámara de la directora vasca Nagore Eceiza desfila una ciudad deprimida y deprimente con aspecto de aldea medieval surcada por haces de coches, motos y bicicletas viejas. Aquí y allá, sin embargo, en la casa en la que Dayaben vive como un fantasma sin alma, o Sunita limpia mientras llora su destino de mujer repudiada, la presencia omnímoda de los televisores nos impide olvidar que, mientras las mujeres jóvenes en India son tratadas como mercancía de cambio por las normas de un tradicionalismo remoto y brutal, en la imaginación colectiva que parpadea rabiosa en las pantallas se divulga un simulacro menos quimérico que hipócrita. No sólo se trata de una ficción nacional, no es únicamente evasión. Es un aterrador engaño, o tal vez una burla.
Francisco León
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