30 Ene PANTALEÓN: MAGIA Y TRUCO
El becerro pintado (9’)
Independientemente del mayor o menor acierto con que factura sus piezas, el trabajo de David Pantaleón es, al menos en el ámbito de Canarias, un caso verdaderamente excepcional. La visión alucinada, la sonrisa corrosiva o la bofetada con guante blanco forman la base de un estilo que, en sus mejores momentos, da cortometrajes de tanta perfección formal y versatilidad como Perro rojo, La pasión de Judas o Caídos. Por otra parte, su carácter de creador inconformista le ha llevado a firmar trabajos que tantean una equilibrada experimentación, como los casos de Modismos 3D o de esa maravilla con final desafortunado que es Fondo o forma. Está claro que su formación como actor (recordemos que Pantaleón es Licenciado en Arte Dramático) influye en el modo en que cámara y personajes se relacionan y tejen la construcción fílmica, que a menudo flota evasiva sobre la línea fronteriza entre la ficción y la realidad.
El cineasta grancanario llega a MiradasDoc después de ganar con El becerro pintado (2016) el primer premio al mejor cortometraje de la Sección Oficial del XVII Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria. Lejos del documental reflexivo en el que se acumulan los planos largos y la visión se demora en la contemplación de la luz, las texturas y las formas, la poética de Pantaleón se decanta hacia un cine de ritmo ligero y aspecto más narrativo, aunque esto no quiere decir que su cine sea simplemente ligero y estrictamente narrativo. Con El becerro pintado, Pantaleón se acerca de nuevo a uno de sus ambientes preferidos: el simulacro racial del simulacro o, si lo queremos ver desde otra perspectiva, la deconstrucción ideológica del esperpento.
El punto de partida y eje argumental del film es un tipo de canción de los ranchos de ánimas que pervive aún en poblaciones remotas de Gran Canaria. Se trata de un tipo de música de temática religiosa y un primitivismo casi onírico. Tal vez por ello muchos han querido ver un gesto de burla o de pura mordacidad en El becerro pintado. Desde mi punto de vista, quedarse en esos niveles interpretativos conduce a conclusiones a veces demasiado reduccionistas, como por ejemplo creer que El becerro pintado constituye una poco velada invectiva contra la pervivencia de supersticiones religiosas o contra el consumismo. Puede ser eso, no lo niego, pero también puede y debe ser mucho más que eso.
El extremo cuidado de los gestos más minúsculos, la milimetrada fotografía, la plasticidad monumental de la puesta en escena y el dramatismo de tono lírico generan un efecto de extrañamiento que, en sus momentos más conseguidos, tiene una clara atmósfera de pintura barroca. El plano medio en que aparecen los doce o trece rostros de los cantadores que, llegado el momento, humillan su mirada, resulta sublime, impagable e inédito en el cine de Canarias. Hay una contención teatral en esos rostros turbados y sobre todo turbadores que claramente los vincula con la pintura espiritual de Caravaggio, de El Greco o con la de Velázquez. Ese efecto de materialización mágica y tensión dramática de los rostros está presente a lo largo de todo este pequeño y prodigioso film mediante una elegante alternancia de planos generales, parecidos a cuadros, y planos cortos.
¿Cine de ficción, cine de realidad? En este caso lo que se nos ofrece es la interpretación de un pasaje bíblico bien conocido (la, al menos para los creyentes, aberrante adoración del becerro de oro al pie de la montaña sagrada del Sinaí, donde Moisés se retira a oír la voz de Jehová) y que ha dado en el cine norteamericano de las grandes producciones momentos estelares de la iconografía moderna. ¿Quién no recuerda al barbudo Charlton Heston lanzando sobre su pueblo descarriado la diatriba más aterradora de la historia? Pantaleón toma el viejo motivo, como si se tratara de un hecho social actual, y lo explica con «actores» que tan solo fingen ser ellos mismos. De otra parte, el hecho de que el director muestre abiertamente en el montaje final algo que, para conseguir un efecto completo de ficción, debería haber ocultado, esto es, la escena en que el becerro es llevado a un patio, atado a una columna y pintado de oro por su dueño con un spray, demuestra lo alejada que está esta película de toda intención ficcional.
En cualquier caso, al menos para mí, se trata de un debate estéril. Me interesan más las críticas que tachan el cine de Pantaleón de ejercicio formal, de producto puramente efectista y vacío de contenido. Naturalmente estoy en total desacuerdo con estos críticos, pues se olvidan de una de las leyes que vertebran la creación en cualesquiera de las artes, incluido el arte moderno de hacer documentales: que la forma por sí sola significa y que el significado por sí solo no existe. Me quedo con la capacidad de David Pantaleón para hacer magia al mismo tiempo que desvelar ante nosotros el truco de magia.
Francisco León
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