01 Nov Montxo Armendáriz, menos es más
La cultura de nuestro país, mucho menos diversa de lo que parece pese a los esfuerzos incluyentes y excluyentes de nacionalismos de todo pelaje —de un lado el insoportable aldeanismo hispánico de siempre, con sus hidalgos y sus barbaries, con sus envidias y sus violencias de cristianos viejos; del otro los rebuscadores de genes y genealogías, de gramáticas y provincianismos sin altura—, ha sido siempre territorio abonado para que las marchas más lúcidas tengan que hacer camino a contracorriente. Si realmente quisieran hallar espacios comunes, claros del bosque propicios para un diálogo, tanto los señoritos castellanos que desprecian, como cualquier campeador que se precie, a los que viven por sus manos, como los burgueses krausistas que creyeron llamar a las puertas de Europa porque tejieron uniformes —ejercieron de meros sastres castrenses— para ejércitos en fuga, quizá tendrían que buscarlos mucho más cerca de casa de lo que piensan. Castellanos y payeses, catalanes y navarros, vascos y gallegos, hasta canarios y andaluces podrían hacer causa común en el gusto por lo provinciano y lo paleto, en el amor por el tradicionalismo y la inmovilidad, en el placer que les procura la barbarie y la vulgaridad, y sobre todo, podrían reivindicar como pasatiempo general el desprecio, cuando no la ira, que sienten y ejercen hacia la cultura de verdad: aquella que plantea respuestas arriesgadas para las preguntas complejas, y que nunca rehúye el peligro de la dificultad ni el arrojo de la experimentación. Por eso ha sido tan dura la historia de nuestra heterodoxia. No se trató mejor a Miguel de Molinos que a Ramón Llull, no se comprendió más a Juan Ramón Jiménez que a Salvador Espriú, no se admira más a Francisco Pino que a Ramón Xirau. En el discurso político del país todos esos nombres no son más que una larga fila de ceros a la izquierda, lagunas de olvido y páramos fantasmales.
Esa tradición de la heterodoxia española, que tan bien han descrito Américo Castro y Juan Goytisolo, la de la cultura a contracorriente, reúne las obras más brillantes de una búsqueda que, por otra parte, no conoce fronteras ni se ajusta a descripciones entomológicas de bajo aliento. Montxo Armendáriz forma parte de esa gran tradición española de obras a contrapelo, que llegan antes y a la vez más lejos, que abren camino, que se nutren en los ensueños de la gramática y los hombres y no rehúyen la construcción de territorios expresivos nuevos. El elemento que articula esta capacidad de Armendáriz para sobrevolar su territorio no es otro que la capacidad de su cine para desvelar desde los silencios. Ya Severo Sarduy destacó la importancia sine qua non de la elipsis para la cultura hispánica al menos desde el barroco: la presencia de aquello que no se nombra en el relato de lo nombrado. Así es como opera el lenguaje de matriz abierta de Armendáriz al menos desde Tasio. ¿No hay, en las correrías del carbonero, una materia compartida con el Lazarillo? ¿No son la historia de Tasio y de Lázaro, a la vez, el reflejo y la imagen de lo que son y de lo que no son? El que mira no ve en Tasio a un igual, pero a la vez comienza a mirarse a sí mismo como “un otro”. Ese doble juego es el gran juego de la elipsis.
Para MiradasDoc era una antigua aspiración poder ofrecer a Montxo Armendáriz el modesto premio de un festival alejado de los centros de poder a la “Mirada personal”. Como sucede con el cine de Abbas Kiarostami, que recibió esta mención en 2008, el cine de Armendáriz es de los pocos que ha sabido encontrar acomodo en el centro mismo de la ecuación que divide realidad y ficción: al final, parecen decir títulos como 27 horas o Cartas de Alou, todo es obra del lenguaje: nada es real porque todo es real.
¡Y qué hermosa ocasión para celebrar el cine y celebrar la realidad que nos ofrece el cine de Montxo Armendáriz! Es ahora un lugar común afirmar que lo que llamamos realidad no es otra cosa que una de las múltiples formas que pueden adquirir los lenguajes. Sin embargo, llevada hasta sus extremos, esa afirmación adquiere los rasgos de una doble naturaleza: no sólo la realidad pertenece a lo real, también la ficción, en el momento justo en el que se enuncia, pasa a formar parte del conjunto de lo posible. En ese ápice del mundo, en ese lugar intenso en que el Quijote vale tanto como Cervantes, en el que el Quijote vale mucho más que Cervantes y que Carlos V juntos, la realidad se abre y permite que incorporemos a sus dominios todas las facultades de las que dispone el ser para soñar e imaginar. Es en ese punto de máxima intensidad, en ese lugar en que la turbación y la centella son lo mismo, en el que habita desde siempre el cine de Armendáriz. Es un honor para MiradasDoc compartir estos días con él. Es un placer para MiradasDoc mirar el mundo con su mirada.
Hemos seleccionado para esta muestra Carboneros de Navarra el documental de 1974 en el que, como se podrá ver, ya están (acaso es ahí donde se produce la reflexión que las posibilita) todas las elecciones que sobre el acomodo de lo real construirá después el cine de Armendáriz. En segundo lugar, y porque somos un festival de cine documental, hemos elegido esa lección magistral que es Escenario móvil, una película que es una declaración de amor a la música, pero sobre todo, una declaración de amor al hecho de hacer música. Luis Pastor recorre Extremadura dejando su música como una huella limpia y sugerente, sin estridencias, sin rendir pleitesía al nuevo dios omnímodo del éxito. Por último, No tengas miedo saludada por la crítica con una tibieza que sólo se corresponde, en España, con la incapacidad de abordar una película que pese a la dificultad del tema que trata, realiza un ejercicio radical de apertura: no hay una sola indicación que dirija al público: toda la decisión moral recae sobre las espaldas del espectador. Tres películas magníficas para dar cuenta de la obra de un director para el que menos es más. Mejor aún: un director que arropa el conocido adagio de Basil Bunting: dichten: condensare.
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