05 Feb EN EL UMBRAL, UN HOMBRE
Demeure / Lucie Martin (39′)
SERGIO BARRETO
Las casas contienen vivencias y secretos. Las primeras casas del ser humano fueron cavernas. Puede que las últimas también. El cortometraje Demeure nos conduce a una casa en la que al principio no vemos presencia humana alguna, sólo objetos, habitaciones en las que la luz cambia mientras intertítulos de tipografía blanca nos presentan una realidad diferente a la que contemplamos. Esas frases describen situaciones, testimonios de alguien. Parecen notas esquemáticas con contenido emocional y situacional. Los planos se suceden con calma y el sonido diegético nos ancla a lo cotidiano, a lo rutinario de un centro en el que vive el hombre que a continuación aparece. Está en silla de ruedas. Abre una puerta de corredera. La puerta es de cristal con marco de aluminio. El exterior está ahí, la calle está ahí, pero él se encuentra impedido. Luego vemos a una mujer de espaldas en tanto limpia platos y vasos y a un hombre que prepara una cama. El de la silla de ruedas permanece en el umbral de la puerta. A nuestra directora le interesan los espacios de acogida, las residencias, los lugares que la sociedad fabrica para los sufrientes, los agotados, los tullidos. Nuestro protagonista es un hombre mayor que pasa las horas frente al televisor, afectado por la inmovilidad y a merced de los asistentes que se suceden según turnos. El hombre de la silla de ruedas contempla el cristal de la puerta y lo que en el otro lado sucede como si fuera un pantalla. Su habitación es austera, pero digna. En ella la radio permanece encendida. Estas señales (la necesidad de tener voces humanas a su alrededor) dan cuenta de un interior que necesita ver más allá de las cuatro paredes. Entonces tiene lugar un corte. Aparece la grabación «artesanal» de una ciudad. Edificios, bulevares, gente que camina, un Mc Donald’s, coches, árboles… todo sucede en silencio. Quiero suponer que es el hombre de la silla de ruedas, su percepción del mundo cuando lo sacan a pasear. Al cabo de unos minutos, después de un corte abrupto, volvemos al centro de acogida. La situación ha cambiado. Ahora hay diálogo. Una mujer joven le corta el cabello al hombre. Entre los dos se percibe complicidad, pero no familiaridad. «Hablas cinco minutos con alguien y sabes lo que quiere saber», dice él. Sin lugar a dudas disfruta de la presencia de la mujer que lo cuida, lo filma y lo entrevista. Cuando ella se va, está solo. Cae la tarde. Llega la noche. Otra vez las habitaciones vacías, quizás la presencia protagónica absoluta. La televisión, flotador para resistir la soledad, parlotea. Una película de cine clásico, su banda sonora emana de la caja idiota mientras en la calle vemos un coche estacionado, una acera y luz naranja; la realidad con la que nos cruzamos cada día cuando volvemos a nuestros refugios. Para el hombre de la silla de ruedas se trata del momento más solitario del día. La rutina de los enfermos es dolorosa y la soledad es un monstruo insalvable cuando la movilidad se encuentra afectada. Nuestro hombre fallece. Lo sabemos por las letras blancas plasmadas sobre el negro puro que nos cuentan lo sucedido. He aquí una de las misiones honorables del género documental: dejar testimonio indeleble de asuntos en apariencia insignificantes. En este cortometraje las cosas huelen y el sonido del grifo que gotea irrita. Las habitaciones, la casa, ese útero para impedidos es la ballena que contiene a nuestro hombre en su interior en una reclusión salvífica y amarga al mismo tiempo. La perspectiva desde la que se extiende el relato de esta historia es la de los espacios habitables y sus sinsabores cotidianos. Parece incluso que las habitaciones y los muebles que las pueblan se sienten solos en esta ópera prima de Lucie Martin.