06 Feb LA EVASIÓN
LA EVASIÓN
Apache / Octavio Guerra (20′)
BENITO ROMERO
En 2010 el dibujante barcelonés Miguel Fuster publicó el primero de los tres tomos que integran la novela gráfica 15 años en la calle (la obra acabaría editándose en un solo volumen en 2016). En ella Fuster se sirve de su propia experiencia como indigente para ofrecer un escalofriante documento de lo que significa vivir sin hogar, del horror de carecer de un trabajo, un techo, comida e higiene personal, una suma de ausencias que materializa otras amarguras no menos desgarradoras, como la de verte desposeído de la dignidad (hasta el punto de haber olvidado lo que significa esa palabra), o la abrupta constatación de que te has vuelto invisible para el mundo, de que ya nadie quiere saber nada de ti, ni siquiera aquellos para los que en el pasado fuiste alguien. Según señala Fuster en su testimonio gráfico, lo más doloroso de vivir en la calle y de que los días muten en una inmensa bofetada, son los sórdidos testimonios de las mujeres que también practican la indigencia, que las personas ni te miren a los ojos cuando imploras, desesperado, una moneda (porque «cuando estás en la calle para la gente eres escoria») y, finalmente, que seas carne de cañón de los vándalos, del mal por el mal que vimos reflejado en La naranja mecánica (libro y película) y que, por desgracia, no ha pasado de moda ni tiene visos de que lo haga en el corto plazo. Un infierno que solo puede soportarse cayendo en otro infierno: el alcoholismo. En efecto, cuando no se tiene nada en esta vida, ni siquiera dignidad, el alcohol es la única manera factible de afrontar una realidad miserable y agotadora, el único instrumento que permite reprimir, por unos instantes, los duros azotes de la desolación.
Jesús, el protagonista del cortometraje Apache, también sufrió ese infierno (si Miguel Fuster estuvo quince años en la calle, en el caso de Jesús fueron diez). Ahora, después de dos años inserto en un programa social que le ha permitido alejarse del alcohol, y a las puertas de concluir su proceso de reinserción, Jesús se da cuenta de que su actual situación no representa una salida auténtica y que la cruda realidad es que nunca más volverá a ser útil para la sociedad porque, como manifestó Fuster en una entrevista, «incluso cuando sales [de la calle] la gente ya no te ve normal por el hecho de haber sido un indigente». Desde su punto de vista, a lo largo de los últimos dos años Jesús ha sustituido las humillaciones en bruto que se padecen en la calle por otras más sofisticadas: la convivencia con extraños en pisos compartidos (una experiencia que, en su opinión, para lo único que ha servido es para arrebatarle su espacio) y, sobre todo, el tutelaje de trabajadores sociales que podrían ser sus hijos y que lo tratan como a un niño, diciéndole en todo momento lo que tiene que hacer y que intentan animarlo mediante complacientes frases de autoayuda. Asimismo, durante este tiempo Jesús también ha desempeñado obligaciones: trabajos comunitarios («Cuando es voluntario ‒razona‒ siempre hay trabajo; si hablamos de pasta, entonces como que no […] Cuando no se habla de dinero te sale trabajo de lo que sea») y algún que otro apaño precario que no acaba de satisfacerle, como la exigua venta de baratijas en el rastro. Jesús es plenamente consciente de que ninguno de los cometidos que realiza le garantiza una estabilidad mínima; sabe que por medio de esta dinámica caritativa lo único que está consiguiendo es ganar un poco de tiempo al irremediable final, puesto que en cada nuevo día lo que sigue imponiéndose en su máximo esplendor es la falta de perspectivas. Y es que, pese al programa de reinserción, las circunstancias de Jesús siguen siendo enormemente frágiles. Y él no quiere ayudas que sigan relegándole a la dependencia y la vulnerabilidad, sino conquistar una vida autónoma, una vida en la que sepa valerse por sí mismo y en la que no sea un estorbo, una vida, en definitiva, en la que vuelva a ser la persona que fue.
Como Jesús presiente que el happy end no será posible de ninguna de las maneras, se vuelca, resignado, en su única evasión: correr. (Correr es, de alguna manera, su nueva forma de alcoholismo.) Jesús corre por las mañanas, muy temprano, cuando todavía es de noche. Porque cuando no dispones de una nómina que te dignifique como sujeto productivo y te garantice la supervivencia y el respeto de los demás y no te encuentras sujeto a un horario laboral, dispones de dos opciones: apurar la noche con irracionalidad por vergüenza a no saber cómo afrontar el día siguiente o levantarte temprano y hacerte fuerte cuando la sociedad que te ha cerrado todas las puertas todavía duerme y en las calles solo pastorean mirlos y gatos. Jesús ha optado por lo segundo. Por eso corre cada mañana; es su rutina sin remuneración. Entrenando Jesús se siente libre y poderoso; en definitiva, se siente alguien, aunque se trate de un espejismo transitorio, como el estado de embriaguez.