06 Feb Sólo son peces
Sólo son peces / Ana Serna, Paula Iglesias (17′)
VERÓNICA ALEMÁN
La justicia es una impuntual desconsiderada e implacable. Mientras despierta, la vida ocurre. Casi medio siglo llevan los saharauis condenados a permanecer en la hamada, el infierno del desierto. La geopolítica y la sinrazón mantienen tierra adentro a este pueblo, dueño de uno de los bancos pesqueros más ricos del mundo. Así les niegan disfrutar de lo que nosotros conseguimos en los supermercados presentado bajo etiquetas que mienten, para ocultarnos lo que ocurre y para que desconozcamos en lo que participamos al comprar pescados que son suyos.
El pueblo saharaui sabe que un día volverá a desplegarse entre las dunas y la costa del Atlántico y que volverá a deambular por el desierto libremente en ese ir y venir que está en su esencia, a la que remiten las telas de color azul intenso con las que cubren su rostro las protagonistas del documental de Ana Serna y Paula Iglesias cuando cruzan los campamentos de refugiados.Pero la historia es terca y ahora una parte de ellos vive en un territorio acotado, asentados en casas de adobe más que en haimas, en un espacio que no es suyo, pero que es el escenario de sus días; para la mayoría, la única tierra que conocen.
Lo que fue provisional, ahora es la vida y hay que responder a las urgencias de lo cotidiano. Así, en el implacable calendario de la espera, la paciencia es una suerte de artesanía que hace brotar lo sorprendente. Sin complejo de víctimas, armadas de sus conocimientos técnicos y de decisión, con instrumentos y recursos que aportan quienes las acompañan en la distancia, tres mujeres, Teslem, Dehba y Jadija, crearon una piscifactoría que les nutre de pescado producido a kilómetros de su mar.
El té se depura de vaso en vaso hasta alcanzar las tres tonalidades en las que los saharauis degustan una síntesis líquida y cálida de lo que nos ofrece la vida. El agua cae de la jarra al vaso y suena como las fuentes que alegran los palacios antiguos. Un murmullo hirviente arrulla la conversación de las mujeres. Un hasanía salpicado de español apunta al origen de la injusticia y, en su reverso, a los vínculos que nutren su trabajo, sostenidos a través de un idioma compartido.
El desierto ahora no son las dunas de los antepasados, tan nómadas como ellos. El desierto ahora es la hamada ardiente, pedregosa y seca, un espacio contradictorio en el que los coches comprados de saldo en los mercados de vehículos viejos de Alemania conviven con las cosas y los modos de los abuelos.
Aun así, el desierto sigue siendo el milagro de la división del ocre en infinitos tonos degradados, iguales pero distintos, en los que las líneas se difuminan matizadas por piezas de un azul intenso que habla de sabiduría y de supervivencia bajo los rayos del sol ardiente. La arena se dispersa en suaves ráfagas fantasmales a ras del suelo y filtra la luz de la luna hasta que pierde su contorno y el viento silba hasta que se deja de sentir.
Los pasos son lentos y se conserva el lujo de desconocer el tiempo al sentarse en la alfombra dispuesta en el suelo para disfrutar de una comida que sabe a verdad gracias al placer de cogerla con las manos. El plato es profundo y grande porque es común, las manos se cruzan suavemente dentro de él mientras se comparten alimento y confidencias.
El desierto dejó de ser espacio de libertad para serlo de resistencia y de creación. Dadoras de vida, estas mujeres, con su creativa determinación, alumbran recursos para sostener un nuevo capítulo de una espera que tiene que acabar. Resistir es vivir, estar vivos es vencer. Estos pequeños seres que Teslem, Dehba y Jadija cultivan en las piscinas junto al oasis son un milagro. ¿Son solo peces?