En los primeros meses de 2018 entró en vigor una nueva Ley de contratación pública que debía servir para cumplir con cinco objetivos loables: la incentivación de la competencia, el abaratamiento de los servicios públicos, la defensa de la pequeña y mediana empresa, la agilización de los procesos administrativos y la racionalización de las plantillas públicas. A pesar de las resistencias naturales que lo nuevo suele plantear a las estructuras humanas complejas que ya poseen una tradición, cabe decir que una ley llegada al mundo con tales atributos fue recibida con expectación. En principio, los valores que defendía forman parte de estructuras democráticas a las que todos aspiramos, así que eran muchos los que aguardaban los nuevos equilibrios propiciados por la Ley y las transformaciones positivas que se habían destacado acerca de ella.
Un año y medio después quizá ya ha pasado el tiempo suficiente como para poder comenzar a valorar los resultados de su aplicación a partir del 9 de marzo de 2018. Quizá ha llegado el momento, también, de exigir una revisión serena y práctica para adaptar esos mismos resultados a aquellas ventajas que se suponía que la ley traía consigo. Porque lo cierto es que:
- La incentivación de la competencia se ha transformado en la destrucción de la vertebración de lo local. Y siendo un municipio la estructura administrativa encargada de la defensa y el desarrollo de lo local, parece que instaurar un sistema de competencia que impide cumplir con esos mandatos contraviene los sistemas que sustentan la democracia tal y como la conocemos.
- El abaratamiento de los servicios públicos se ha traducido en la aparición de dos efectos indeseados: de un lado, el cálculo del valor estimado de un contrato ha llevado a que los presupuestos en lugar de bajar, suban (puesto que es necesario incluir un espacio de margen que permita la negociación y la bajada de precios —de tal modo que al menos hasta la licitación el presupuesto está intervenido). Por otra parte, lo público ha abocado a las empresas a competir entre ellas en un juego darwinista aplaudido por el liberalismo que ha colonizado primero Europa y hacapilarizado luego hacia aquellas sociedades que, dentro del paraguas de la unión, sufrieron la crisis con más virulencia. Las bajadas de precios que permiten ganar los concursos —porque la valoración subjetiva ha sido desterrada casi por completo de la vida administrativa (por temor, por desconocimiento o por simple cobardía)— amenazan así la calidad de los servicios y suponen un empobrecimiento sin parangón de la ciudadanía (al abandonar lo público el estatus de ejemplaridad con el que venía cumpliendo).
- Como resultado de lo anterior, lo que iba a ser defensa de la pequeña y mediana empresa, se ha terminado por transformar en su condena. Los procesos de licitación son tan complejos, los sistemas de certificación son tan arduos —y no por una vocación de transparencia, sino por el malbaratamiento de las funciones administrativas, que ceden su territorio natural y cargan sobre las espaldas de los ciudadanos la función de justificarse a sí mismos (demostrar su inocencia)— que finalmente son las grandes empresas las que están copando este nuevo mercado que el Estado ha puesto ante ellas como un verdadero regalo. Se aprovechan de la desvertebración local, de la falta de compromiso con los proyectos (ya que se trata de cerrar cuantos más contratos mejor), de su capacidad para abaratar costes repercutiendo sobre la masa salarial tales bajadas y de sus propias estructuras administrativas para dilapidar el estado del bienestar con el beneplácito del estado profundo (interventores, secretarios, etc) y de los políticos ateridos por la corrupción.
- La agilización de los procesos administrativos no solo no facilita la vida de funcionarios y empresas, sino que, debido a la complejidad de los procesos, se ha incentivado en la administración una verdadera fiebre privatizadora: se buscan las fórmulas más simples y los contratos más grandes con tal de no tener que iniciar sino el número más pequeño de licitaciones que sea posible. Con la pretensión de eficiencia y eficacia se construyen contratos enormes, que evitan el fraccionamiento y que sin embargo generan, dentro de las empresas, estructuras inabarcables y finalmente groseras.
y 5. Con el objeto de racionalizar las plantillas públicas muchos técnicos especialistas se han visto obligados a transformarse en técnicos de administración general: el caudal de conocimiento de este colectivo —uno de los más significativos desde el inicio de la democracia, responsable, sin duda, de las cotas más altas de estado de bienestar de las que ha disfrutado nunca la sociedad española— ha dejado de ser operativo. Mientras redactan pliegos, instruyen procesos, presentan informes y se transforman en empleaduchos de interventores y secretarios, se externalizan sus funciones sobre empresas empobrecidas y poco concernidas por proyectos sobre los que inmediatamente volverán a competir.
A comienzos del año 2019 debía celebrarse la XIII Edición de MiradasDoc. No pudo desarrollarse, como todos sabemos. Los contratos «no salieron a tiempo». Había dinero, pero no podía gestionarse. La Ley parecía impedir que quienes durante más de diez años habían defendido un proyecto y construido en Guía de Isora un centro internacional del cine documental, pudieran seguir trabajando en el que era también su proyecto. MiradasDoc debía salir a concurso público. El mejor postor ganaría el derecho de gestionarlo, de crear una programación, de proseguir el relato. La batalla comenzó desde ahí. En ese punto. Y ha durado hasta ahora mismo. No ha sido un camino fácil. Hemos sido derrotados muchas veces por la incapacidad de la ley o por nuestra propia capacidad para ver con buenos ojos usurpaciones y posibles y desmotivados latrocinios intelectuales.
Quizá haya llegado el momento de comenzar a revisar la ley. De momento, esta pequeña muestra de cine documental reúne algunas de las películas que iban a ser programadas entonces. Para que no haya un año completamente en blanco.