“Para mí cada película es la primera y la última. Nunca sé qué historia voy a contar. El tiempo es mi mayor aliado en una película, más que el dinero, más que cualquier otra cosa. Necesito ganar tiempo, porque siempre hay un comienzo, una idea de lo que voy a contar, pero nunca sé cómo va a acabar. No sé qué va a pasar, cada película es un viaje hacia lo desconocido. Para mí es una forma de vida. Cuando empiece a aburrirme ya no podré seguir haciendo cine”
El cine de Gianfranco Rosi vive en ese permanente viaje a lo desconocido, quizás como una extensión de su propia vida. Nació en 1963 en Asmara (Eritrea), donde su padre trabajaba en el sector bancario. A los 11 años, la guerra con Etiopía se recrudece, forzando a la familia Rosi a abandonar el país. Gianfranco pasó el resto de su juventud entre Turquía e Italia, donde se matriculó, con escaso éxito, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Pisa, porque lo que de verdad le apasionaba era el cine. Armándose de valor, abandona sus estudios y se matricula en la New York University Film School, donde descubre las enormes posibilidades que le ofrece el documental para enfrentarse a la realidad. “La cámara es un catalizador de la introspección. Creo que mi deber como documentalista es encontrar momentos de profunda intimidad, que para mí son síntesis de la vida. Me interesa utilizar el lenguaje del cine para afrontar la realidad, con conciencia y competencia, y es este principio el que guía mis elecciones éticas”.
Otro de esos elementos inherentes al cine de Rosi es la concepción del tiempo como gran aliado. Venciendo las habituales urgencias de quien se acaba de graduar, decide invertir cinco años en documentarse sobre la vida en la ciudad sagrada de Benarés (India) para su primer trabajo como director, Boatman (1993), con el que empezó a llamar la atención de los grandes festivales (Sundance, Locarno, IDFA), recibiendo el Premio al mejor documental en el Hawaii International Film Festival. Tras colaborar con el barcelonés Carlos Casas en la codirección del cortometraje Afterwords (2001), estrenado en Venecia, se embarca en su siguiente proyecto, Below sea level (2008), conviviendo durante cuatro años con los habitantes de un poblado de descastados que viven al margen de la sociedad en medio del desértico Salton Sea del sur de California. Por este trabajo, Rosi es recibido con honores en Venecia Orizzonti y Cinema du Réel, en lo que sería una constante en su carrera.
Su siguiente película se hizo menos de rogar, apenas dos años. Inspirándose en un artículo de Charles Bowden en Harper´s Magazine, Rosi rueda El Sicario, Room 164 (2010), un intenso cara a cara con uno de los más sanguinarios integrantes del Cartel de Juárez, autor confeso de más de 200 asesinatos. Estrenada y multipremiada en Venecia Orizzonti, su recorrido internacional le llevó a ser reconocida en eventos tan relevantes como la Viennale o DocLisboa.
En 2012 se permite el lujo de estrenar un corto en el Festival de Roma, Tanti futuri possibili, en el que retrata un paseo en furgoneta junto al arquitecto Renato Nicolini por la GRA, la Grande Raccordo Anulare, esa enorme autopista circular que rodea a Roma. Curiosamente, de aquel pequeño proyecto nacería Sacro GRA (2013), para el que, fiel a su estilo, viviría durante tres años en una caravana junto a la autopista, documentando las vidas de la gente con la que se iba encontrando. Venecia, un festival que siempre apostó por él, decide incluir este trabajo en la Sección Oficial, algo que ningún otro documental había conseguido antes. Para rematar la faena, terminará alzándose con el León de Oro, algo que le ubica ya sin discusión en el olimpo de los grandes autores cinematográficos.
En ese mismo año de 2013, el prestigioso Instituto Luce le invita a realizar un cortometraje sobre el naufragio de un bote con migrantes en las costas de Lampedusa. Rosi aceptó la invitación, pero al llegar a la isla sintió que podía (y debía) ir un poco más allá, para cuestionarse el papel que estaba desempeñando su país en el cada vez más trágico panorama de la crisis migratoria del Mediterráneo. “En la isla descubrí una realidad que no se parecía en nada a la que transmitían los medios de comunicación y la narrativa política. Me di cuenta de que sería imposible comprimir un universo tan complejo como el de Lampedusa en unos pocos minutos. Comprenderlo exigía una inmersión completa y prolongada. Y no iba a ser fácil. Sabía que tendría que una forma de introducirme en ese universo”.
Rosi decide entonces vivir durante más de un año en la isla, conviviendo con sus habitantes y entendiendo su punto de vista, vital para perfilar el tono de un proyecto que se titulará Fuego en el mar (2016), con el que gana el Oso de Oro en Berlín, entre otros tantos galardones. Tras aquella intensa experiencia inmersiva, Rosi, siente la necesidad de seguir hacia adelante, de dar un paso más hacia lo desconocido. Después de ver de cerca el infierno de los migrantes, se decide a cruzar el mar y llegar a esas tierras desde donde parten los barcos de la tragedia. Ahí es donde nace Notturno (2020), su último trabajo hasta el momento y por el que ha sido premiado en Sevilla o Venecia. Rodado durante tres años en distintos escenarios castigados por la guerra (Siria, Irak, Kurdistán y Líbano), supone un nuevo hito en la carrera de quien es, sin duda, uno de los más brillantes documentalistas de su tiempo.
“Hay algo que me encanta del documental: todo lo que ves en la pantalla es un milagro que nunca habías pensado que iba a existir, nunca estuvo en mi mente. Siempre digo que mis películas se hacen solas, como esas plantas que se autorreproducen. Solo necesito llevar la cámara a ese momento, que yo no provoco, que sucede, la mayor parte del tiempo de una manera muy hermosa. Y eso es todo”.